Desde las arenas doradas del antiguo Egipto hasta los jardines escondidos de Provenza, el Romero, Rosmarinus officinalis, o también Salvia rosmarinus, ha sido más que una planta. Ha sido presencia, símbolo, un viento sagrado entre civilizaciones que aún hoy sigue hablándonos con su aroma seco y claro.
Considerado una hierba sacra por egipcios, hebreos, griegos y romanos, el romero —llamado alguna vez “la hierba de las coronas”— tejía su historia entre rituales y memorias. Sus hojas, finas como agujas de sabiduría, se usaban para trenzar coronas en bodas, funerales y ofrendas. Pero no eran solo adornos. Eran amuletos olfativos. Invocaciones a la memoria, a la fidelidad, a lo que no queremos que se pierda en el olvido.
En la Grecia antigua, los estudiantes lo sabían bien: colocaban coronas de romero sobre sus cabezas antes de estudiar, convencidos de que su aroma estimulaba la mente y traía los recuerdos al frente. Así nació uno de sus usos más conocidos: el romero como planta de la memoria.
En Roma, sus ramas eran ofrenda y protección. Se quemaban junto a las tumbas, como incienso para los difuntos. El humo subía al cielo con la promesa de una paz eterna. Porque el romero, decían, no solo purificaba el aire… también el alma.
Durante siglos, y sobre todo en tiempos de epidemia, se convirtió en una especie de guardián invisible. Se quemaban sus ramas en hospitales y hogares, con la esperanza de detener la propagación de enfermedades. Antes de que existiera la palabra “antiséptico”, el romero ya era medicina en las manos del pueblo.
En el siglo XVII, en la corte de Luis XIV, cuentan que el romero se utilizaba para frotar las piernas del rey, aliviando sus reumas. Y dicen…en cartas escritas por Madame de Sévigné, aparece como un remedio para el alma dolorida: una infusión que calmaba el corazón y que solía llevarlo en un bolsillo para perfumar su piel.
No es casualidad que haya llegado hasta nuestras cocinas y nuestros rituales cotidianos. El romero tiene un lugar discreto, pero esencial, en el alma de muchas culturas. En la tradición popular europea, tener una planta de romero en casa es símbolo de buena suerte, protección y fertilidad. Se dice que donde el romero crece, el amor permanece fiel. Que si se planta en un jardín, la tierra florece.
Hoy, seguimos recurriendo a él cuando queremos claridad. Cuando necesitamos volver a lo esencial. Cuando las dudas nublan el día, basta una gota de su aceite esencial, un respiro profundo, y la mente comienza a ordenarse. Trae claridad, ayuda con la memoria y además nos inyecta una chispa de energía en todos los niveles.
“Romero: aroma que no solo recuerda, sino que nos recuerda quiénes somos”.
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